A los 3 años y medio asistí a un taller de flamenco en mi colegio, en Castellón. No lo recuerdo, pero al llegar a casa le dije a mi madre que me había encantado.
En esa época me diagnosticaron una desviación de columna. Tenía un hombro más arriba que el otro y el médico le sugirió a mi madre que me apuntase a natación o baile.
A mí no me gustaba mucho el agua, entonces empecé a bailar flamenco y ballet clásico en el estudio de danza Camaraes de Castellón.
Mi problema de espalda mejoró rápidamente, pero ya no quería dejar de bailar.
En esa misma escuela, a los 13 años, me propusieron impartir clases de danza a las niñas más pequeñas.
Tuve la oportunidad de poner en práctica todo lo que iba aprendiendo de mi profesora de ballet y flamenco.
A los 16 años asistí a un pequeño curso de flamenco en Madrid. Allí pude ver lo que era la danza profesional, con sus ropas tan coloridas, coreografías espectaculares, las luces del escenario… Me enamoré.
Quería todo eso en mi vida. En ese momento decidí que la danza iba a ser mi profesión.
Sin embargo no pude irme a Madrid hasta 2 años después porque mis padres no estaban de acuerdo con mi decisión.
Desde el 1992, pasé 4 maravillosos años en Madrid aprendiendo de los mejores maestros del momento.
Y también sufrí el terrible método de enseñanza “la letra con sangre entra”. No entendía cómo algo tan maravilloso como la danza española, podía causar tanto dolor y sufrimiento a sus bailarines.
Ese tipo de formación tan dura me marcó mucho y ha definido mi forma de enseñar flamenco y sevillanas de una manera totalmente opuesta.